Por J. Jesús López García
Los ‘toros’ como los conocemos coloquialmente, pertenecen a una tradición ancestral del mundo mediterráneo. Desde pinturas murales y frescos describiendo suertes acrobáticas con esos animales hasta elementos construidos alusivos tal vez a las cornamentas; la cultura minoica representa bien la experiencia de la antigüedad prehelénica respecto al toro, no en balde fue ahí la cuna del Minotauro al que incluso el arquitecto Dédalo dedicó su famoso laberinto en el cual él mismo fue cautivo también.
La imagen del toro es aludida en representaciones de Asia Menor tan fuertemente como en la antigua Grecia donde Zeus raptó a Europa transformado en un toro blanco, símbolo del Kháos de lo impredecible confrontándolo al Logos, la razón personificada por el Hombre, de ahí que la tauromaquia tuviese un tinte de fiesta religiosa más que de esparcimiento.
Naturalmente, para celebrarse la fiesta se requería un lugar adecuado para ello, un espacio en el que el animal expresase su potencia y los hombres su destreza, mientras el público a buen resguardo, tuviese los medios necesarios para apreciar el acontecimiento. Al paso del tiempo, las normas han cambiado y con ello los ambientes en que ocurren; del mundo helénico llega la fiesta a la antigua Roma donde la afición latina por la espectacularidad la despojó de su connotación mística y la colocó junto a otras prácticas dedicadas al entretenimiento, por lo que al permitir un mayor número de espectadores y garantizarles una buena vista, se ideó la forma en principio ovalada del anfiteatro –no confundirlo con el circo que era de proporción alargada para posibilitar carreras de coches; el anfiteatro más conocido en la vieja Roma es el llamado Coliseo.
En cosos así a lo largo del Imperio se llevaban a cabo luchas de gladiadores, peleas de animales y toda clase de celebraciones violentas de las que variantes más disciplinadas fueron decantándose en las justas medievales entre las que las corridas de toros formaron parte también del programa. En principio el matador de toros era el montado a caballo hasta ganar preeminencia el matador de a pie, mas ello ocurre hasta tiempos recientes.
Aún puede verse la variación de las suertes taurinas de transición en los óleos de Francisco de Goya como el cuadro Suerte de varas, de 1824, relativos a la tauromaquia. Se logra percibir en esos trazos de los dibujos magistrales algo de los espacios en los cuales transcurría la acción, donde lo mismo figuran cosos bien construidos como algunos de factura temporal incluso precaria. Tal vez la plaza de toros más antigua sea la de Nimes en Francia, pues es un antiguo anfiteatro romano en uso como coso taurino desde 1863. Las más recientes en España incluso poseen elementos tecnológicos similares a los que presentan estadios deportivos de vanguardia como cubiertas retráctiles, sin embargo, ello despoja aún más a la tauromaquia de sus rasgos filosóficos ancestrales donde la oposición de circunstancias como el Logos y el Kháos, vida y muerte, sol y sombra son reflejados en la constitución de los edificios tradicionales.
En nuestro país las corridas de toros llegaron con la Conquista y la posterior colonización hispánica del territorio novohispano. Eran celebraciones, según registra la historia, muy apreciadas. Con cada fiesta religiosa se llevan a cabo corridas en tablados temporales ubicados cerca de parroquias y capillas, principalmente. En la consagración de la parroquia dedicada a la Virgen de la Asunción, hoy la Catedral, han quedado registradas esas corridas que además se repitieron en cada fiesta anual de la virgen, hasta que como en el resto de la nación, una vez que se accedió a la independencia, el tinte de recepción realizada al amparo de la fiesta religiosa –los seriales taurinos más importantes hasta la fecha se efectúan al amparo de algún santo como San Marcos, San Isidro o San Fermín– fue debilitándose y las plazas fueron consolidándose en su fábrica, si bien existen algunas temporales muy famosas como La Petatera en Villa de Álvarez, Colima.
A fines del siglo XIX, en Aguascalientes tenía fama la Plaza El Buen Gusto que desapareció dejando su terreno para edificar el famoso salón de baile Los Globos, que a su vez también cedió el lugar a un estacionamiento. No lejos de ahí, sobre la calle Eduardo J. Correa, se construyó a raíz de una desavenencia entre el hacendado y empresario José Dosamantes y el dueño del mencionado inmueble la Plaza de Toros San Marcos, que según la anécdota fue concluida en 48 días.
Datada en 1896, es un conjunto con una fachada ecléctica que articula la redondez de la gradería con el paramento recto de la calle. Son característicos sus dos sobrios arcos escarzanos rematados por redondo óculo. Finca discreta para su contexto, es, sin embargo, un referente de la forma de ser y de pensar de la <gente buena> de Aguascalientes, infaltable en nuestra tradicional Feria de San Marcos, y que aún tiene una larga historia que contar.